Había una vez en un bosque profundo una joven llamada Amara, quien vivía en un pequeño pueblo al pie de una montaña. Aunque amaba su hogar, sentía que algo en su vida siempre estaba inestable. Los días se le iban en preocupaciones, como si una brisa pudiera arrastrarla en cualquier momento. Un día, después de una gran tormenta que dejó el bosque en silencio, Amara decidió buscar consejo en la anciana de la montaña, conocida por su sabiduría y amor por la tierra.
La anciana escuchó atentamente las palabras de Amara y, tras un largo silencio, le dijo:
—Lo que buscas no está afuera, sino en tus raíces. Sin raíces, cualquier viento puede derribar incluso al árbol más fuerte. Mañana al amanecer, ve al Bosque Viejo y busca un lugar donde puedas sentarte y escuchar.
Al amanecer, Amara hizo lo que la anciana le aconsejó. Llegó al Bosque Viejo, donde los árboles eran tan altos y viejos que sus ramas parecían rozar el cielo. Encontró un rincón bajo un gran roble, se sentó, cerró los ojos y esperó. Al principio, todo lo que oyó fue el murmullo de las hojas y el crujido del bosque despertando. Pero, poco a poco, comenzó a sentir algo más: una cálida vibración bajo sus pies, como un latido muy suave que venía de las profundidades de la tierra.
Era la energía de la tierra, la fuerza que sostenía a cada árbol, cada planta, cada ser que vivía en el bosque. De pronto, sintió cómo esta energía subía a través de sus piernas, llenando su cuerpo de una cálida seguridad, como si la tierra misma la estuviera sosteniendo.
Mientras sentía esta conexión, escuchó una voz en su mente que le decía:
—Soy la raíz de todo lo que eres. Soy la fuerza que te sostiene y el suelo donde creces. Aquí, en la tierra, siempre estarás a salvo.
Amara pasó horas en el bosque, sintiendo la paz y el poder que venían de la tierra. Supo entonces que, como los árboles que se alzan orgullosos, ella también podía mantenerse firme sin importar las tormentas que llegaran. Llevaba en su interior esa fuerza y esa seguridad que le daría estabilidad, confianza y paz.
Esa noche, al regresar a casa, Amara sabía que, aunque los vientos cambiaran, siempre podría volver a conectar con sus raíces. Había aprendido el secreto de los árboles: la verdadera fuerza no venía de sus ramas o de sus hojas, sino de sus profundas raíces que, en silencio, los unían a la tierra.
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