Había una vez, en un pueblo pequeño y apartado, una leyenda que hablaba de un ser misterioso llamado "El asesino de los sueños". Nadie sabía de dónde venía ni cómo se había originado, pero los ancianos del lugar decían que, cada vez que alguien dejaba de creer en sus propios sueños, él aparecía en silencio. No era una figura visible, no tenía forma física, pero se manifestaba en la vida de las personas como una sombra que drenaba lentamente su energía, su esperanza, y, sobre todo, su capacidad de soñar.
Lina, una joven del pueblo, había escuchado esa historia desde niña. Siempre había sido soñadora. Imaginaba ser pintora, recorrer el mundo y encontrar maravillas escondidas en cada rincón del planeta. Sin embargo, con el paso de los años, las responsabilidades comenzaron a pesarle. La escuela, luego el trabajo, y las expectativas de los demás se amontonaban sobre sus hombros. Cada vez que intentaba sentarse a pintar o pensar en sus viajes futuros, algo la detenía. Primero eran excusas pequeñas: el cansancio, el poco tiempo. Luego, la duda: ¿y si no soy lo suficientemente buena? ¿Y si nunca lo logro?
Sin darse cuenta, comenzó a hacerle caso a esa voz interna que le decía que sus sueños eran tonterías. “Mejor ser realista”, se decía a sí misma. Y así, día a día, Lina dejó de soñar. Sin embargo, algo extraño empezó a ocurrir. Cada vez que abandonaba uno de sus sueños, sentía que el aire se volvía más denso a su alrededor, que algo intangible pero pesado la seguía a todas partes. Su corazón, antes lleno de ilusiones, se volvió frío, casi vacío.
Una noche, después de un largo día de trabajo, Lina se encontró frente a un espejo. Apenas reconocía a la persona que veía reflejada. Había perdido el brillo en los ojos, y su rostro, antes lleno de entusiasmo, ahora lucía apagado. En ese momento, recordó la leyenda del asesino de los sueños.
"Es ridículo", pensó. "Solo son historias para asustar a los niños". Pero, al apagar la luz y acostarse, sintió algo diferente. Un susurro, apenas perceptible, que venía desde lo más profundo de su ser. Era como una voz ajena y propia al mismo tiempo, un eco de lo que alguna vez fue su fuerza interna.
"Me has llamado", dijo la voz en su mente. "Soy el asesino de tus sueños".
Lina se levantó de un salto. No había nadie en la habitación, pero la sensación de pesadez aumentaba. Recordó que en la leyenda decían que el asesino de los sueños no tenía forma, pero que era real, muy real para quienes lo dejaban entrar. Y Lina había abierto esa puerta al dejar de creer en lo que alguna vez la había impulsado.
Pasaron varias noches en las que la presencia se hacía más fuerte. El aire en su casa parecía más frío, sus días más grises. Se sentía atrapada en una rutina sin sentido, como si algo estuviera consumiéndola desde dentro. Hasta que una tarde, después de un día especialmente difícil, se detuvo en un parque cercano a su casa y observó a un grupo de niños jugando. Los escuchó reír, los vio correr sin preocupaciones, inventando juegos y aventuras con nada más que su imaginación. Algo en su interior comenzó a agitarse.
"Lina", se dijo a sí misma, "¿cuándo fue la última vez que soñaste con algo? ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste creer, aunque fuera por un momento, que podías hacer lo que realmente querías?".
Esa noche, al llegar a casa, se sentó frente a un lienzo en blanco que había estado guardado por años. Al principio, sus manos temblaban. ¿Y si lo hacía mal? ¿Y si el resultado no era lo que esperaba? Pero una pequeña voz en su interior le recordó algo importante: los sueños no existen para ser perfectos, sino para ser vividos . Con ese pensamiento, comenzó a pintar. Al principio tímida, luego con más libertad.
Con cada trazo que daba, sentía que el aire a su alrededor se aligeraba. La sombra que la había estado rodeando comenzó a desvanecerse. Esa noche, soñó como hacía tiempo no lo hacía. Soñó con colores vibrantes, con paisajes lejanos, y con una Lina libre y llena de vida.
Al despertar, entendió lo que la leyenda realmente quería enseñar. El asesino de los sueños no era una criatura que venía de fuera, era el reflejo de sus propios miedos, dudas y la decisión de abandonar lo que una vez le había dado propósito. Pero, al volver a creer, al permitirse soñar, había derrotado a ese asesino.
Desde entonces, Lina no dejó de soñar. Sabía que los momentos de duda volverían, pero también sabía que cada vez que ese asesino acechara, ella tendría la llave para derrotarlo: la simple y poderosa acción de seguir soñando, sin importar cuán lejano o difícil pareciera el camino.
Y así, Lina vivió no solo pintando sus sueños, sino haciéndolos realidad, una pincelada a la vez.
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